miércoles, 6 de julio de 2022

Que no quede huella


Que no quede huella

Era profesor contratado y ese año tenía a mi cargo el segundo grado de Primaria en el CNM. N° 3065, Virgen del Carmen. Casi todos nos conocíamos porque habíamos compartido el primer grado.
Al comenzar aquel año escolar, con las cuatro profesoras del grado (era el único varón de las cinco secciones), acordamos implementar un cambio en las actividades permanentes de inicio y de finalización de la clase, cambio que consistía en seleccionar y cantar a coro una canción por día, así:  el lunes a la patria, martes a la responsabilidad, miércoles a la familia, jueves al cuidado personal y el viernes a la amistad.
Gracias a la predisposición de los estudiantes y al cuidadoso afán en la selección de canciones muy atractivas por parte de mis colegas (debo reconocerlo) nuestra propuesta tuvo una buena aceptación, tanto así que la plana directiva y varios profesores resaltaban la iniciativa y su significado pedagógico recibiendo las respectivas felicitaciones.
Cierto día, estando cerca la hora de salida y conforme a lo programado, nos preparábamos en el aula para entonar la canción correspondiente cuando de pronto escucho entre el bullicio una voz muy peculiar que decía: “Que aburrido es este profesor, todo el tiempo nos hace cantar las mismas canciones, en mi otro colegio cantábamos bonitas canciones” (era un estudiante que había llegado ese año por traslado desde una localidad de la selva). Eran palabras que no esperaba escuchar y que ocasionaron un conflicto interno que llevó a cuestionar mi labor como docente optando por suspender el canto.
En los casi 40 minutos que duró el retorno a casa, en la Línea 72, buscaba una explicación a lo ocurrido y me hacía algunas preguntas: ¿En qué fallé?, ¿Qué hice mal?, ¿Y ahora qué hago?. Interrogantes para las cuales, no hallaba respuesta.
Al siguiente día, de retorno a clases, iniciamos las actividades y por un imprevisto fuimos convocados todos los docentes a una reunión de emergencia salvándome de la canción de inicio. Luego todo volvió a la normalidad, estando a pocos minutos de la salida y en medio de la preocupación de afrontar lo ocurrido el día anterior se me acercó una de las niñas a preguntarme si cantaríamos según lo programado. Por unos segundos pensé que lo mejor era no hacerlo y cuando me disponía a dar la excusa inventada ella tomó la iniciativa manifestando: “Profesor, si nosotros escogemos una canción ¿podemos cantar?”. En la situación que me hallaba y por la forma como me pidió no me quedó otra opción que aceptar optando por salir y hacer tiempo pensando que se olvidarían o quizás escogerían una de las canciones que ya habíamos cantado en el aula.

      Al regresar, acompañado del profesor Marcos, un gran amigo, pregunté si estábamos preparados para salir, obteniendo como respuesta que faltaba la canción del día. Así que, sin más, a voz alzada pronuncié: “Listo, entonces ¡un, dos, tres!,” y comenzaron en coro a cantar, a viva voz, con buena entonación y sentimiento; para mi sorpresa:

Al finalizar, emocionado, solo atiné a aplaudir. Con la alegría y satisfacción dibujada en sus rostros los estudiantes comenzaron a retirarse. El colega que me acompañaba, elogiando a los cantores, atinó a darme una palmada en el hombro diciéndome: “Profe, te pasaste, que no quede huella, esto amerita un par, yo invito“.
A partir de ese día y por acuerdo consentido con los estudiantes, al inicio cantábamos las canciones programadas y a la salida las de su libre elección (generalmente las de moda). Ellos elegían la canción, se organizaban, practicaban y cantaban. Múltiples fueron las felicitaciones recibidas por este cambio implementado, las cuales debo reconocer, si dejaron huella.
                                                                

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